miércoles, 9 de febrero de 2011

La camisa del parche en el ojo

La camisa del parche en el ojo


En el mundo de la posguerra, cuando la producción en masa buscaba satisfacer a Maslow y a los fabricantes, una marca de camisería tan discreta como el tamaño de las arrugas de sus prendas contrata a una agencia para que le solucione sus problemas de mercadeo.



Era 1950... Hathaway, una mediana empresa de camisería, abría su nuevo taller en Lowell (Massachusetts); 38.500 metros de área dedicados al diseño y la confección de 14.000 docenas de camisas por mes para las marcas propias de sus distribuidores. Un canal consolidado en cientos de tiendas de moda masculina, y las crecientes tiendas por departamentos en Canadá, Estados Unidos e Inglaterra. Sus compradores no conseguían una Hathaway que llevara su marquilla o etiqueta. Al ser maquiladores, los detallistas la marcaban con el nombre de su propio almacén, restringiéndose su identificación a las tres perforaciones que traía cada botón y a la discreta «H» de color rojo sellada en ellos. Es aquí donde comienza la historia con Ellerton Jetté.


Un hombre confía en otro


«¿Cómo hacemos para que los almacenes comiencen a comprar nuestra marca?», le dijo Jetté, su presidente, al joven David Ogilvy, un ambicioso ejecutivo de una agencia británica, que lo miraba sin pestañear.


Hubo un silencio que el cliente rompió. «Nuestra cuenta es muy pequeña, pero te prometo dos cosas. La primera: nunca te despediré. La segunda: nunca cambiaré una sola palabra de tus textos». Y ahí fue cuando Ogilvy pestañeó... tres veces. Jetté y Ogilvy encontraron una tendencia. El mercado se había saturado de productos sin marcación, ni diferenciación.


El poder de los distribuidores no permitía el dinamismo suficiente que el mercado estaba exigiendo, así que la oportunidad del publicitario de aplicar lo aprendido con George Gallup y las enseñanzas de Claude Hopkins y Rosser Reeves había llegado. Pero pronto se dio cuenta de que la investigación no aplicaba del todo. «Cada anuncio se debe estudiar como una contribución al símbolo tan complejo que es la imagen de marca.


Pero, ¿qué puedo decir en un mercado donde todos presentan semejanzas? ¿Cómo decido la clase de imagen que hay que construir? Y cuando lo haya hecho, ¿qué resultado obtendré?», pensó. «Sólo tengo US$30.000 para invertir en publicidad. ¿Qué puedes hacer con eso?», le preguntó el cliente a su publicitario. «¡Maravillas! Me imagino que es para el lanzamiento», le contestó. «Realmente, David, es para un año».


Entonces Ogilvy se sirvió tres coñacs y se inspiró en una mejor idea. En vez de señalar la camisa como protagonista exclusiva, marcó al hombre que usa la camisa. Con una marca tan real como un parche en el ojo. En vez de pautar en varios medios, anunció en el que tenía mayor frecuencia de contacto con los consumidores. El 22 de septiembre de 1951, en el New Yorker aparece...El hombre con la camisa Hathaway.


El estadounidense ha comprendido cuán ridículo es comprar camisas corrientes que se deterioran con la rapidez de cualquier otra producida en masa. De aquí, el crecimiento y la popularidad de las camisas Hathaway, que son sofisticadas en sí mismas.


«Las camisas Hathaway son infinitamente largas, por lo que hacen que usted se vea más joven y sofisticado, gracias al sutil diseño del cuello. Toda la camisa viene entallada en forma generosa y confortable, razón por la cual permanece dentro del pantalón y no afuera de él. Los botones son de madreperla.


Hasta la costura posee una elegancia ante-bellum». Era un aviso escrito por él mismo, pero parecía también uno hecho para él. O al menos para lo que quería construir como marca humana: alguien sofisticado, amante del campo, la pesca y la música clásica, el arte, los viajes y las cargaderas. La marca de las camisas fue también su sello de estilo de vida por más de 25 años.


De mujeres y hombres


Durante el primer año, las ventas se incrementaron en 160%. En la siguiente temporada lanzaron a «La chica de la blusa Hathaway», penetrando el mercado femenino con una mujer en pose atrevida, al estilo revista Playboy de la época y con la osadía de estar fumando tabaco rubio. Durante la segunda guerra mundial, la fábrica había adquirido la suficiente experiencia al desarrollar uniformes para las mujeres. Contrario a lo pensado por los analistas de mercadeo, los distribuidores le dieron la bienvenida a la nueva línea.


Luego vendrían nuevas colecciones, entre éstas las escocesas, y cuellos Bermuda. Nacía la extensión de línea. No obstante su crecimiento, que alcanzó el 300%, sufrió un duro golpe: los outlets rebasaron a las tiendas especializadas porque el target aprovechó durante la segunda mitad de la década los descuentos por volumen. Para 1957, tuvo pérdidas por US$800.716 y ventas por US$11.062,91; un par de años después, Jetté le había vendido a Warnaco y las ganancias apenas alcanzaban los US$540.431.


El barón George Wrangell, el primer hombre Hathaway, era hijo de inmigrantes rusos que habían escapado a la revolución bolchevique, estableciéndose en Nueva York, ciudad donde nació en 1903. Estudió hotelería y turismo en Europa, luego se dedicó al periodismo y finalmente abrió su propia empresa de publicidad exterior. Ogilvy sabía que necesitaba lo que tempranamente llamaría el «story appeal», ese atractivo que llama la atención sobre el total de la imagen al romper con el ritmo natural de la fotografía o de la historia del texto como en el caso del «ante-bellum», que no se sabe qué significa pero ahí está. Y lo consiguió en una farmacia por US$1,50, colocándoselo en el ojo derecho a Wrangell, y convirtiendo a un barón en un personaje de marca hasta su renuncia en 1962, cuando regresó a su madre patria. Después, hubo otros parchados: Colin Leslie Fox, otro hombre maduro y aventurero, hasta que llegó el primer modelo profesional en 1967 para conquistar el mercado de los adultos jóvenes. En 1971, Jetté no deja de cumplir su promesa de fidelidad eterna a Ogilvy & Mather. Sus nuevos dueños, Warnaco Inc., reasignan la cuenta a la desconocida agencia Green Domatch; seis años después, luego de pésimos resultados en recordación, regresó el cliente a la casa O&M, pero en un mercado donde los consumidores buscaban la marquilla tejida en sus bolsillos. 

El consumidor sentía un mejor estatus si en su camisa se tejía un cocodrilito o un caballito con jugador de polo, un monograma de Christian Dior o de Yves Saint-Laurent, no lo conseguían con unos avisos al viejo estilo de los años cincuenta. La repetición de formulismos y la Promesa Única de Ventas no eran garantía de triunfo al final de los setenta. La construcción de marca no había previsto los cambios repentinos que sufriría el mercado a la vuelta de 25 años. Al fin y al cabo, había sido el primer esfuerzo de Ogilvy por demostrar sus tesis de imagen de marca. Ni siquiera su agencia discípula, Silverman Mower, pellizcó la mente del consumidor al utilizar personalidades como John Naisbitt, Ted Turner y Bob Costas en sus anuncios. La compañía no aguantó su decrecimiento. Cerró sus puertas en mayo de 1996. Sin embargo, tres meses después unos nuevos inversionistas las reabrieron preguntando: «¿Qué es lo que el consumidor quiere?». La marca se rediseña entonces de afuera hacia adentro, el producto se actualiza por completo, y el «regreso del caballero de la camisa Hathaway» comienza a observar a su target con los ojos bien puestos.


Artículo publicado en la edición: Edición 287 - enero de 2005.

http://www.revistapym.com.co/ediciones-impresas/camisa-parche-ojo

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